Somos rudimentarios.
A pesar del serialismo integral, la activación del uranio, la electronegatividad del plutonio, los voltímetros, multímetros y osciloscopios, en días como hoy seguimos saliendo a la calle con la simple compañía de un paraguas, ese ave acuática que bate sus alas sólo una vez.
Y lo maltratamos.
Exponemos la eterna interrogante de nuestro recibidor a vientos huracanados y a violentas ráfagas de agua.
Disfrutamos especialmente oyéndole sufrir con el repiqueteo de las gotas gordas en sus palmípedas áreas. (Esas que caen -sin duda más frías- de los árboles y los canalones -oxidados.)
Le insultamos cuando no se elonga (como los hombros) para albergar a todas las personas que nos acompañan en la calle.
Cuando ya sólo llueven los tejados, nos avergonzamos de él si absortos en nuestros pensamientos recorremos la calle sin darnos cuenta de que ya nadie a nuestro alrededor se rebaja a seguirlo utilizando.
Antes de entrar en nuestro cubierto destino, lo sacudimos con repugnancia y una vez dentro lo maldecimos por dibujarnos estampados en el camal.
¡Lo metemos (y olvidamos) en las papeleras!
...
Al pobre paraguas no le hacemos ningún caso. (Porque el paraguas no es digno. El paraguas no es sombrilla ni parasol.) Se pliega vejado, afligido y desde el cubo nos mira con sus (trémulas) varillas, porque el paraguas tiene la ternura de los gansos; y esos graciosos andares.
Abierto bajo techo: símbolo de mala suerte.
Abierto bajo el cielo: piedra angular de nuestra desdicha.
Pero ¡ay de nosotros! cuando nos faltas.